Amparándose en la coartada del terrorismo islámico, unos
políticos teócratas se hacen con el poder y, como primera medida, suprimen la
libertad de prensa y los derechos de las mujeres. Esta trama, inquietante y
oscura, que bien podría encontrarse en cualquier obra actual, pertenece en
realidad a esta novela escrita por Margaret Atwood a principios de los ochenta,
en la que la afamada autora canadiense anticipó con llamativa premonición una
amenaza latente en el mundo de hoy.
En la República de Gilead, el cuerpo de Defred sólo sirve
para procrear, tal como imponen las férreas normas establecidas por la
dictadura puritana que domina el país. Si Defred se rebela —o si, aceptando
colaborar a regañadientes, no es capaz de concebir— le espera la muerte en
ejecución pública o el destierro a unas Colonias en las que sucumbirá a la
polución de los residuos tóxicos. Así, el régimen controla con mano de hierro
hasta los más ínfimos detalles de la vida de las mujeres: su alimentación, su
indumentaria, incluso su actividad sexual. Pero nadie, ni siquiera un gobierno
despótico parapetado tras el supuesto mandato de un dios todopoderoso, puede
gobernar el pensamiento de una persona. Y mucho menos su deseo.
Los peligros inherentes a mezclar religión y política; el
empeño de todo poder absoluto en someter a las mujeres como paso conducente a
sojuzgar a toda la población; la fuerza incontenible del deseo como elemento
transgresor: son tan sólo una muestra de los temas que aborda este relato
desgarrador, aderezado con el sutil sarcasmo que constituye la seña de
identidad de Margaret Atwood. Una escritora universal que, con el paso del
tiempo, no deja de asombrarnos con la lucidez de sus ideas y la potencia de su
prosa.
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